La Abadía de San Fructuoso está enclavada en una cueva en la costa noroeste de Italia, solo accesible en bote o a pie. Pero su bahía esconde más cosas. Cuando los clavadistas se lanzan al mar y descienden unos treinta metros, aparece la figura de un hombre: el Cristo del abismo, la primera estatua subacuática, colocada en 1954. La figura de bronce describe a Jesús en las profundidades, con sus manos alzadas al cielo.

Las profundidades. Quizá las experimentaste. «Estoy hundido en cieno profundo […]. Cansado estoy de llamar», dice el Salmo 69:2-3. Tras la burla de sus enemigos y la separación de su familia (vv. 4, 7-12), el salmista no encontraba consuelo en otros (v. 20) y temía que su angustia lo tragara (v. 15). Ya sea que el pecado o la tristeza nos lleven allí, las profundidades son momentos de oscura desesperación en la vida.

Pero esta no es la última palabra sobre las profundidades, porque hay Uno a quien podemos encontrar en ellas (139:8). Él nos rescatará de las frías aguas: «Te alabaré, oh Señor […] porque […] has librado mi alma de las profundidades» (86:12-13).

Cuando nos estemos hundiendo bajo el peso del mundo, no estamos solos. Jesús, por medio de su Espíritu, está allí en las profundidades, con sus manos levantadas, listo para encontrarnos y sacarnos en su tiempo.

De: Sheridan Voysey