La noticia era horrenda. Una empleada doméstica había sido tan maltratada por la familia para la cual trabajaba que murió. Al final, encarcelaron a los empleadores, pero no me pareció suficiente. Deberían haber sufrido los mismos horrores que esa pobre chica, pensé, y luego haber sido condenados a muerte. Entonces, me pregunté si mi enfado se había pasado de la raya.
El Salmo 109 me hizo comprender nuestro sentido natural de la justicia. David, por ejemplo, luchaba con ira contra los que agraviaban a los pobres y necesitados. «Sean sus días pocos […]. Sean sus hijos huérfanos, y su mujer viuda», exclamó (vv. 8-9).
Pero David no se vengó de esos hombres, sino que se dirigió a Dios como la verdadera fuente de justicia y liberación. «Sea este el pago de parte del Señor a los que me calumnian, y a los que hablan mal contra mi alma», dijo. «Sálvame conforme a tu misericordia» (vv. 20, 26).
Creo que Dios nos hizo con un sentido inherente de la justicia porque refleja su propio carácter. Y podemos expresar nuestros sentimientos con sinceridad. Pero, en última instancia, debemos dejarle a Él el juicio y el castigo. El apóstol Pablo lo expresó con claridad: «No os venguéis […], sino dejad lugar a la ira de Dios» (Romanos 12:19).