Un Día de Acción de Gracias, llamé a casa para saludar a mis padres. Mientras hablábamos, le pregunté a mi madre por qué cosa estaba más agradecida. Ella exclamó: «Porque mis tres hijos saben cómo invocar el nombre del Señor». Para mi madre, que siempre había enfatizado la importancia de la educación, había algo más valioso que el que a sus hijos les fuera bien en la escuela y se cuidaran solos.
Su sentir me recuerda Proverbios 22:6: «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él». Si bien es más un principio sabio que una promesa, y muchos hijos se alejan de Dios al menos por un tiempo, ella y mi padre se habían esforzado para que amáramos a Dios con humildad y reverencia (v. 4); primordialmente mediante el ejemplo. Ahora podían vernos crecer y disfrutar de una relación personal con Él. Aunque algunos hijos responden a la instrucción amorosa de Cristo, a otros les lleva quizá más tiempo oír su voz. Es por estos preciosos hijos que seguimos orando y descansando en el tiempo de Dios.
El amor reverente a Dios trae riquezas espirituales para esta vida y el más allá (v. 4). Y aunque no podamos controlar lo que decidan hacer los hijos, sí podemos descansar en la esperanza de que Dios seguirá obrando en sus corazones.



